Cuando mi hijo me dijo que era trans, no lo entendí del todo. Me costó, no lo niego. Pero lo miré a los ojos y supe que no había nada que “curar”, ni nada que temer: era el mismo niño de siempre, solo que ahora se mostraba completo, verdadero. Desde entonces he aprendido mucho sobre lo que significa existir en un mundo que a veces parece empeñado en negar tu identidad.
Lo que nunca imaginé fue lo doloroso que sería ver a figuras admiradas usar su fama para sembrar odio o desconfianza hacia personas como mi hijo.
Recuerdo perfectamente el día que leí el primer tuit de J.K. Rowling sobre “las mujeres reales”. Me quedé helada. No solo porque venía de una autora que había marcado mi juventud, sino porque sabía el peso que tienen sus palabras. Millones de personas la leen, la siguen, la citan. Cuando alguien con tanto poder dice que los derechos de las personas trans amenazan a las mujeres, mucha gente le cree. Y ese eco, ese ruido, termina cayendo sobre cuerpos reales, sobre vidas como la de mi hijo.
A veces, quienes defienden esos discursos dicen que no es odio, que solo es una “opinión”, se basan en discursos biologicistas y feministas. Pero lo que llaman opinión se convierte en piedra cuando otros la repiten con violencia. Desde que Rowling empezó su cruzada contra las identidades trans, han aumentado los ataques en redes, los discursos de exclusión y hasta las amenazas contra activistas trans en Reino Unido y otros países. Lo que comienza en un tuit, termina en miedo.
Y ese miedo también nos toca a las madres.
Porque cada vez que mi hijo sale a la calle, llevo un nudo en el pecho. No solo temo por la violencia física, sino por esa otra, más sutil, que se filtra en las escuelas, en los medios, en los comentarios de desconocidos. La violencia de las miradas, de las bromas, de los “yo respeto, pero…”.
Esa violencia nace y se multiplica cuando alguien con poder valida la idea de que ser trans es una amenaza o una mentira.
J.K. Rowling no habla en el vacío. Habla desde un pedestal que ella misma construyó con historias de magia, valentía y justicia. Por eso duele tanto. Porque quienes crecimos con Harry Potter aprendimos que los monstruos eran los que oprimían, no quienes buscaban ser libres. Aprendimos que el amor y la empatía eran los hechizos más poderosos. Pero ahora, esa misma autora lanza hechizos de exclusión, como si olvidara que sus libros nos enseñaron a luchar contra la intolerancia.
No quiero cancelar a nadie. No creo que el camino sea el silencio, sino el diálogo. Pero un diálogo solo es posible si parte del respeto y del reconocimiento mutuo. Y lo que Rowling hace —cuando ridiculiza, niega o simplifica la existencia trans— no es debatir: es deshumanizar.
Como madre, no puedo quedarme callada cuando veo cómo sus palabras se transforman en argumentos que hieren a mi hijo, que cuestionan su derecho a existir, a estudiar, a trabajar, a amar.
Porque cuando las personas con poder hablan, marcan la conversación pública. Si lo hacen desde el odio, el odio se normaliza. Si lo hacen desde el miedo, el miedo se contagia. Y si lo hacen desde el amor, ese amor se multiplica. Por eso, ojalá quienes tienen voz la usen para sanar, no para herir.
A mi hijo que alguna vez fue fan de Harry Potter, quiero que sepa que su historia vale tanto como cualquier otra. Que su existencia no es un debate. Que ningún discurso, por poderoso que sea, puede borrar lo que él es: una persona digna, completa y amada.
Las palabras construyen mundos. Y algunas, lamentablemente, también los destruyen.
Por eso hoy escribo esto: para recordar que cada palabra dicha sobre las personas trans tiene consecuencias, y que detrás de cada una de ellas hay una familia que siente, que teme y que resiste.

